Heredera del folletín francés y por ende del romanticismo, la historieta argentina tuvo identidad propia desde muy temprano. Aunque oficialmente el día en que se la conmemora alude al primer número de una revista en particular, lo cierto es que esa pulsión de combinar la gráfica con el texto registra antecedentes ya en el siglo XIX con El Mosquito, Don Quijote y otros precursores que incluso cultivaban el subgénero desde la sátira política, señala Télam en su portal de noticias en un artículo firmado por Gabriel Sánchez Sorondo.

Hay una relación fundacional de la historieta con la idiosincrasia argentina y su vocación por evadir la censura explícita o implícita -continúa-. Esa impertinencia vital está presente en su propio origen y se perfeccionó ética y estéticamente; renovó estrategias, amplió lenguajes, sedujo nuevos públicos. Tan fuerte fue, que su mayor crecimiento resultó subrepticio, mientras convertía las adversidades en atajos y a la prohibición en el trampolín de su audacia.

Desde la pura ficción de revistas coloridas con nombres engañosamente foráneos pero localísimas (D’Artaganan, El Tony, Fantasía, Intervalo) pasando por las más crudas de dramático trazo negro sobre blanco como Skorpio, hasta las desenfrenadas y geniales narrativas ocultas en Satiricón o Humor, el género en esta tierra fue pródigo y temerario.

La historieta argentina sacó pecho cuando expresarse era imprescindible y a la vez tan peligroso. Al hacerlo, floreció en las almas y en las manos que parecían haber estado allí para expresar a millones de voces. A veces con un humor corrosivo y popular que enamoró a sus lectores incondicionalmente.

¿Quién mejor sino Quino para burlarse de la brutalidad cavernícola de un Onganía, nada menos que desde la voz de una niña, desde el seno mismo de una familia burguesa de clase media urbana? ¿Qué metáfora más lúcida que la de Oesterheld para narrar la tóxica nieve golpista que amenazaba contaminarlo casi todo y sembraba nuestra tierra de sospechas?

MAFALDA. Desde la voz de una niña, Quino se burlaba de Onganía. quino.com.ar

Un largo camino

La argentinísima historieta fue, es y será, el género que encarna al Eternauta en cada uno de nosotros. El que sabe resistir, a veces secretamente, rebelarse, revelar, pero también reírse, reutilizar a su favor la fuerza del poder gris de los obtusos. Y así pasar por encima de la trillada “banalidad del mal” que ciertas personas malas y banales (esas que difícilmente lean historietas porque sus mundos son demasiado concretos y autorreferenciales) pretendieron hacer suya como slogan. Sí: nuestra historieta también supo y sabe desnudar esa clase de hipocresía.

Así de fuerte y valiente fue esta historieta, en tantas épocas y con tantos autores como el universo visual que germinó, generaciones mediante, en ilustradores y redactores criollos aquí y allá. Singularísimos como el mendocino, Juan Giménez, miembro fundacional del equipo de la icónica revista “Fierro”, otro de los emblemáticos semilleros locales. Así fueron sus procreadores, siempre vigentes y audaces, agigantando esas virtudes en ausencia, como el inolvidable Fontanarrosa, nacional en Inodoro, gringo en Boogie, surreal en Eulogia.

Así es, incluso, cuando mucho más acá en la historia, la historieta reformula lo siniestro (y a los siniestros) procreando una complicidad en la que nos sentimos menos solos. Y entonces, en pleno siglo XXI, llegamos, por ejemplo, a un Rep (que nos trae su arte animado cada domingo a Télam) tan filoso en la ironía para castigar a gomosos burócratas o rancios fachos como en el piadoso espejo que nos muestra Gaspar el revolú, o la melancólica poesía de Lukas, a quienes a veces extrañamos igual que se extraña a un pariente o a un amigo.

La historieta es mujer

Viajemos en el tiempo personal. Hay historieta en cada uno de nosotros. Hay algún ser, color u objeto donde estamos viviendo más allá de esto que llamamos realidad. En ese cajón, además de cine, tv, libros, canciones, discos, hay historieta. Y la sigue habiendo en los chicos y chicas de hoy. Porque, por supuesto, la historieta es, además, el bosque de la infancia y del futuro.

En ella se conciben mundos sin solución de continuidad y emergen paradigmas de época. En el nuestro, verde y argentino, relucen por ejemplo los lápices e ideas de Ilustraciones, novelas y humor gráfico que son materia expresiva de artistas emergentes como Julia Barata, Sole Otero y Agustina Casot .

Entre muchas de la vanguardia y media guardia también (Idelba Dapueto, Marta Barnes, Patricia Breccia, María Alcobre, pioneras absolutas) las chicas vienen marchando, trazando otras curvas diagonales y perpendiculares novedosas, constitutivas de su esencia, es decir, de su incesante ampliación, reformulación de narrativas, problemáticas, audiencias.

Nuevas camadas de mujeres y varones historietistas introdujeron el aire fresco que el género requiere para no ser nunca el mismo y recrear las perpetuas mutaciones que lo hacen poderoso.

Ni el cine, ni la televisión, ni el video importunaron su despliegue: la historieta los incorporó a todos, se los devoró o los ocupó con su impredictibilidad. Del drama a la comedia, siempre estuvo adelantada y fue futuro mismo desde la aparente austeridad de sus recursos. Por eso, este o aquel futuro no le hacen mella: la alimentan.

Hora cero

Se ha dicho más arriba: el género de la ilustración narrativa está en el ADN argentino. Leemos en un artículo ad hoc, publicado en cultura.gob.ar: “Los Breccia, Quinterno, Salinas, Quino, Mordillo, Muñoz, el propio Pratt, que maduró en la Argentina, guionistas como Oesterheld, Trillo, Wood, Barreiro, y tantos otros, no son casualidad fortuita sino partes de una tradición que viene desde el siglo XIX”.

Así de bien lo explican dos expertos en la materia: José María Gutiérrez, director del Centro y Archivo de la Historieta y el Humor Gráfico argentinos de la Biblioteca Nacional, y Amadeo Gandolfo, historiador e investigador del Conicet, especializado en historia y estética del cómic, la caricatura y el humor gráfico.

Agregan Gutiérrez y Gandolfo que las obras de aquellos, de estos (y seguramente de los de mañana) son exponentes de una producción enorme “de muchísimos extraordinarios dibujantes y guionistas, creada en un contexto editorial fértil, donde hay muchas series con condiciones de ser nuestros clásicos”

Casi una cenicienta de la literatura y el dibujo, la historieta es, a su vez, el segundo hogar, la segunda lengua (o acaso la primera) de literatos y artistas plásticos que encontraron en ella una sensualidad distinta, además de un oficio y una voz alternativa. Lino Palacio, Martin Mazzei, Horacio Altuna (por el lado del arte); Guillermo Saccomanno, Carlos Trillo, o el propio Juan Sasturain –hoy director de la Biblioteca Nacional– por el lado de las letras, entre tantos, se conocieron compartiendo escritorios en las viejas agencias de publicidad –hasta los años 80 llenas de artistas, poetas e intelectuales y no de profesionales de carrera–y accedieron con la historieta a un recurso laboral extra, pero también a una galaxia amable, flotante, esencialmente colectiva. En esa dimensión, otros códigos, secretos y aspiraciones eran plasmables, circulables, posibles.

Se trata, en definitiva, de un quehacer ciertamente devocional cuyos fieles suelen remitirse a los “padres fundadores” o refundadores. No casualmente los propios abrecaminos de hoy refieren a los de ayer con admiración y reverencia cariñosa -jamás solemne- agradeciendo a aquellos maestros de una y mil maneras; tantas como intersecciones y reformulaciones ofrecen las obras reeditas, revisitadas, extendiendo al infinito esa porosidad expansiva del arte en cuadritos.